Recuerdo, como a mediados de mis estudios, empecé ya no solo a dibujar en láminas, sino también en hojas en su mayoría de cuadernos, como loco todas las hojas finales de mis cuadernos, sin faltar uno solo, estaban obligatoriamente rallados, bosquejados, garabateados con algún diseño que se me ocurriera, que soñara o que viera.
Fue mi iniciación, por primera vez me salía de un ledger, para pasar a la blancura de un cuaderno de cuadros de 100 hojas.
Cada dibujo perfectamente terminado (para mi satisfacción) era lo máximo, lo admiraba durante un momento y me despedía de el cerrando y dando vuelta al cuaderno.
Un día para fortuna de ellos y desgracia de mi, comencé a regalar mis dibujos en algunos convivios del salón, así poco a poco fueron llegando a manos de otros, que contentos me decían gracias. Un pequeño detalle, que para en aquel entonces niños pubertos, sorprendía demasiado.
No me quejo, procuro no hacerlo, estoy seguro que ese detalle si les agrado, pero ahora que me pongo a pensar sobre ellos no logro recordar exactamente como era.
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